Wim Dierckxsens|colaborador de ASEAL
Las declaraciones no dan campo a la duda. Fines de enero de 2008, en el Foro Económico Mundial de Davos (un pueblo en los Alpes de Suiza, donde se reúnen los más ricos del mundo), George Soros, un temido especulador internacional, aseguró que nos encontramos al final de la Era del Dólar, precisando que una ruptura sistémica pudiera estar cerca (Sean O’Grady, “Soros warns ‘systemic failure’ may be upon us”, enero 24 de 2008, www.deepjournal.com).
Asimismo, y de acuerdo con la conservadora y prestigiosa revista The Economist (26 de enero de 2008:11), estamos ante una recesión mundial. Las cifras lo confirman: sólo en las tres primeras semanas de 2008, el mercado bursátil perdió más de cinco billones de dólares en el mundo, cifra equivalente al 40 por ciento del PIB de Estados Unidos. La economía neoliberal está creando el mayor desequilibrio de todos los tiempos, de alcance universal.
Estas cifras y crisis asustan e incluso espantarán mucho y también a muchos, pero ante los ojos de los sectores alternativos deben asumirse, además, como una oportunidad para el cambio: la inseguridad internacional crecerá hasta generalizarse, y el cuestionamiento al neoliberalismo será cada vez más abierto y masivo, hasta hacerse global. Frente a la crisis, no corresponde remendar el sistema; hay que reivindicar una conversión o transición hacia otra economía, en función de la vida de las mayorías y de la propia naturaleza.
Del Norte al Sur
Mientras amenaza una recesión en Occidente y sobre todo en Estados Unidos, repunta el crecimiento económico en los países emergentes. Ello pone de manifiesto que la vitalidad de la economía productiva se traslada hacia el Sur, en tanto que el estancamiento y el agotamiento de la economía productiva se revelan más que todo en el Norte. Ahí y sobre todo en Estados Unidos se vive desde hace décadas, a crédito, de la renta productiva del Sur. En el Foro Económico Mundial en Davos de enero de 2008, Cheng Siwei, vicepresidente del Comité Central del Partido Comunista de la República Popular China, puso en cierta forma el dedo en la llaga al afirmar: “Los asiáticos ahorramos hoy para gastar mañana, pero los americanos gastan hoy lo de mañana”.
El problema de Estados Unidos es que consume a crédito, financiado por el resto de los países. El total de la actual deuda norteamericana es mayor que la de todos los países del mundo juntos. Sólo a China le debe 1,4 billones de dólares. Son créditos que, en la más optimista de las proyecciones, serán pagados. Pero que en otro escenario más factible, una vez los acreedores pierdan la confianza y exijan el pago inmediato de sus acreencias, propiciarán una catástrofe: la caída libre del billete verde. No se sabe cuándo se producirá la pérdida generalizada del dólar; pero sabemos que tendrá lugar dentro de no mucho tiempo.
Como el dólar tiene las funciones de reserva internacional, además de ser respaldo para la mayoría de las monedas, pero, además, como esa moneda hace de medio internacional de pago, su caída libre significaría el fin del patrón dólar, conllevando una mundialización de la crisis. Ninguna moneda estaría a salvo. No es casual que el oro –cuya cotización en el solo año 2007 aumentó un 32 por ciento– vuelva a su papel de valor refugio. Desde 2002, su valor se ha quintuplicado, con tendencia a mil dólares la onza.
Los signos en esa dirección no dejan de aparecer. Los bancos centrales en el mundo entero hacen lo posible para evitar la caída libre del dólar. Desde agosto de 2007, los bancos centrales norteamericano, europeo, británico, suizo y japonés han inyectado a la economía centenares de miles de millones de dólares, sin conseguir restablecer la confianza. Desde la crisis inmobiliaria, los países del Sur han inyectado más de 69 mil millones de dólares para salvar los bancos del Norte (The Economist, 19 de enero de 2008:11).
Algunos de los principales establecimientos financieros –Citigroup y Merrill Lynch en Estados Unidos, Northern Rock en el Reino Unido, Swiss Re y UBS en Suiza, la Société Générale en Francia, etcétera– han acabado por reconocer pérdidas colosales y prevén depreciaciones suplementarias. Para limitar la brutal caída y hasta la bancarrota, varios de ellos han tenido que aceptar capitales provenientes de fondos soberanos controlados por potencias del Sur (China, Corea del Sur, Singapur, Taiwan) y petromonarquías (Ramonet Ignacio, Le Monde Diplomatique febrero de 2008). Así, Singapur, Kuwait y Corea del Sur inyectaron a mediados de enero de 2008 un total de 21 mil millones de dólares para salvar al Citigroup y Merrill Lynch.
Sin embargo, como los Estados Unidos persistirán en los próximos años con la solicitud de nuevos créditos para cubrir su déficit fiscal y en la balanza comercial, en esta ocasión por el orden de un trillón de dólares al año, la confianza en el billete verde será cada vez menor. Esta crisis marca, en términos de Ramonet (febrero de 2008), el fin de un modelo: el de 60 años de supremacía del dólar y de una economía basada en el consumo estadounidense. Su salida se halla en la capacidad de las economías asiáticas de relevar al motor norteamericano. En este sentido, la crisis constituye también oportunidad para el Sur. La manifestación del declive de la supremacía de Occidente presagia el desplazamiento próximo del centro de la economía-mundo de Estados Unidos a China o, más en general, del Norte hacia el Sur.
¿Cómo se manifiesta la crisis de hoy? Primero se derrumbó el mercado inmobiliario en Estados Unidos. Debido a una política crediticia irresponsable, más de tres millones de hogares norteamericanos endeudados en unos 300 mil millones de dólares han tenido problemas para cubrir las obligaciones mensuales de sus hipotecas. El crédito se hizo más difícil y la demanda de casas bajó. Entre 2005 y 2007, la venta de viviendas nuevas en Estados Unidos se redujo en un 40 por ciento. A partir de la crisis hipotecaria, los propios bancos norteamericanos entraron en problemas. Citigroup, el mayor banco de Estados Unidos, reporta pérdidas por casi 10 mil millones de dólares en el sector hipotecario. Merril Lynch, gran banco de inversiones, reporta una pérdida de casi ocho mil millones de dólares. El Banco de América informa que prácticamente todas sus ganancias se esfumaron en el cuarto trimestre de 2007.
La crisis financiera también afectó a Europa. Bancos como Northern Rock en el Reino Unido, Swiss Re y UBS en Suiza, la Société Générale en Francia, etcétera, han tenido pérdidas colosales y prevén depreciaciones suplementarias. Ante la inseguridad, los consumidores se ponen nerviosos y retienen el dinero. Con ello disminuyen las ventas, afectando las ganancias de las empresas transnacionales. Con la baja –a menudo brusca– de las ganancias, el mercado bursátil en el mundo entero entra en crisis. En las tres primeras semanas de enero de 2008 se esfumaron más de cinco billones de dólares.
Las crisis especulativas son propias del neoliberalismo y se dan en el mundo entero. Las mismas se alternaron en la última década. La más reciente fue la hipotecaria. Cuando se presentó la crisis bursátil de 2000-2001, la Reserva Federal de Estados Unidos bajó las tasas de interés. Entre abril de 2000 y el 10 de septiembre de 2001 (o sea, un día antes de la caída de las Torres Gemelas), la caída media bursátil en el mundo fue del 32 por ciento, con un máximo del 73 en Japón y 65 en el sector de la Nueva Tecnología en Estados Unidos (Nasdaq). A partir de allí, entre 2001 y 2003, la tasa de interés en Estados Unidos bajó del 6 al 1 por ciento.
Al bajar las tasas de interés se presentó una mayor demanda de viviendas, superando la oferta. Los precios de los inmuebles se alzaron sin cesar. Por ello, el mercado inmobiliario se tornó en alternativa de especulación. Al crecer los precios de los inmuebles, hay mayor demanda de hipotecas, las cuales pueden ser empleadas para comprar una mejor casa, pero también para fomentar el consumo, que para 2007 representaba en Estados Unidos, como resultado de esta dinámica, el 72 por ciento del PIB, al tiempo que en el 2000 sólo era del 67 (Juan Francisco Martín Seco, “Davos se retracta”, Rebelión, febrero 3 de 2008). Las hipotecas se otorgaban incluso a gente con escasa o ninguna capacidad de pago (los llamados ‘subprime’). El ‘boom’ hipotecario significó un aumento en la circulación de dinero frente a una productiva economía agónica.
De ahí que, con el aumento del consumo, no se haya fomentado la producción en Estados Unidos, creciendo, en su defecto, las importaciones, y con éstas la deuda externa. En un comienzo, al importar productos más baratos (provenientes sobre todo de China), la inflación no se hizo sentir. Pero transcurridos unos pocos años, se dio el efecto inflacionario. Para impedirlo y frenar una mayor inyección de dinero a la economía gringa, la Reserva Federal aumentó de nuevo las tasas de interés. En poco tiempo, tal tasa de interés creció del 1 al 5,25 por ciento. El efecto para la gente menos solvente (‘subprime’) fue de bomba: se hizo evidente la imposibilidad de cumplir con sus obligaciones mensuales.
La reacción bancaria llegó de inmediato: millones fueron desalojados de sus casas. Cuando los bancos se percataron de que más del 30 por ciento de los préstamos estaban ‘subprime’, también las propias instituciones financieras entraron en problemas. Muchas de las hipotecas dudosas fueron fraccionadas y combinadas con otros productos financieros para ‘asegurarlos’. Estos nuevos productos financieros fueron revendidos como seguros a otros bancos en el mundo entero. En esta forma, la crisis bancaria se globaliza, estallando en cualquier parte del orbe y afectando incluso a los más grandes del mundo.
El miedo cundió. Los bancos desconfiaban y no se prestaban entre sí. Nadie confiaba en nadie. Para evitar que los bancos y el sistema financiero internacional colapsaran, los bancos centrales de las principales potencias, como prestamistas de última instancia, desde agosto de 2007 han inyectado miles y miles de millones de dólares al sistema financiero. A la vez, la Reserva Federal bajó nuevamente las tasas de interés y se dieron millonarias facilidades fiscales para ayudar a los capitales más grandes.
Pero aquellas maniobras, en vez de atacar la causa del problema, actúan como aceite sobre el incendio. Si tratan de revertir la recesión reanimando el mercado al bajar las tasas de interés, alentarán la inflación y la caída del dólar, lo que terminará por traer más recesión. Si en cambio buscan frenar la inflación enfriando la economía, al alzar las tasas de interés pueden profundizar la recesión: un callejón sin salida. El primer camino que actualmente se recorre significa posponer el colapso que se dará de todos modos y de manera más impactante. Es imposible saber cuántos cientos de miles de millones de euros y dólares han puesto las autoridades monetarias al servicio de los grandes especuladores del mundo para que sigan jugando a su ruleta especulativa. En todo caso, han sido tantos que ya es imposible que puedan disimular lo que significa liberalismo: intervención para proteger a los más fuertes, y desregulación para los débiles (Juan Torres López, “Los liberales se ponen en marcha: intervención masiva en los mercados”, Rebelión, enero 26 de 2008).
La crisis inmobiliaria no sólo significó una reducción en la actividad constructiva –que se traduce en desempleo– sino además la reducción de las posibilidades de crédito para la población en general, lo que multiplica su incapacidad de pago. Debido a la cada vez más grave crisis inmobiliaria, así como a la desaceleración del empleo, para la segunda mitad de 2007 el crecimiento de las rentas totales reales de los hogares, que habían aumentado a una tasa anual aproximada del 4,4 por ciento entre 2005 y 2006, ahora se sitúan casi en cero. En otras palabras, si se suma el ingreso real disponible de los hogares, los préstamos obtenidos por la refinanciación de las hipotecas, los préstamos al consumo y sus rentas de capital, el resultado es que el dinero del que pueden disponer los hogares, para gastar, ha dejado de crecer. Mucho antes que la crisis financiera estallara en verano, la expansión había dado ya sus últimos pasos.
El resultado inmediato de todo este proceso es uno solo: baja la confianza del consumidor. La gente, en vez de gastar a crédito, comienza a cuidar y atesorar su dinero. Así, disminuye el consumo y, por lógica, también las ventas. Los ingresos de las empresas, y con ello sus ganancias, se van a pique. El mercado bursátil entra en crisis en todo el mundo. Así lo confirma la mayoría de las bolsas de valores en todo el mundo, las cuales estaban, a tres semanas de 2008, a más del 20 por ciento de sus máximos históricos de octubre de 2007 (The Economist, enero 26 de 2008:11).
No hay futuro en el Norte
Ante esta avalancha, aflora una pregunta por doquier: ¿Se afectarían China y la India a partir de una fuerte recesión en Occidente? Para dar una respuesta, hay que mirar algunos indicadores: para el año 2002, las exportaciones asiáticas representaban el 44 por ciento de su PIB, y en 2005 ya eran el 55. Aunque el comercio intra-asiático ha crecido ostensiblemente, el 60 por ciento de sus exportaciones se dirige al mercado de los Estados Unidos, la UE y Japón. Con este grado de dependencia de las exportaciones a ‘Occidente’, será difícil que las economías asiáticas salgan ilesas de esta debacle. Otro tanto vale para las economías latinoamericanas, que, además de su vulnerabilidad, giran en la órbita de los Estados Unidos (Amylkar D. Acosta Medina, “China will crash and burn along with the rest of us”, en Rebelión, enero 24 de 2008).
La actual crisis financiera internacional y la recesión mundial que amenaza a partir de ella ponen de manifiesto, sin embargo, que la vitalidad de la economía productiva se traslada, y así continuará sucediendo inevitablemente, hacia el Sur. La crisis internacional obligará a China y los países del Sur en general a una menor dependencia del mercado externo, es decir, obliga a un mayor desarrollo autocentrado. Con esta desconexión de la política de globalización, el Sur tendrá más posibilidades de reponerse de la crisis, al poder enfocar sus inversiones al sector productivo, en función de su propio desarrollo. Para el capital productivo ya no hay mayor fututo en el Norte. La sustitución cada vez más acelerada de la tecnología ha elevado los costos de innovación a tales niveles que no puede ser compensado por la reducción en el costo de mano de obra al introducir esa tecnología.
Pero este cambio no se dará sin una crisis política y de hegemonía profunda que muy seguramente implicará incluso conflictos internacionales. La democracia de Occidente está en peligro porque, como hemos visto en otros momentos de la historia lejana y reciente, la vía autoritaria y la guerra resultan ser la solución última para una “minoría de elegidos”. De ahí que una nueva amenaza de guerra en Oriente Medio se hace cada vez más concreta al agotarse las modalidades económicas de dominación. La amenaza de una ampliación de la guerra en esa área tiene más que ver más con China y Rusia que con el propio Irán.
La crisis, y con ella los ajustes, se acelera. “Estamos llegando a una fase de capitalismo autoritario”, afirma Robert Reich, ex asesor del presidente Clinton (Het superkapitalisme, 2007). El 17 de octubre de 2007, Bush, haciendo referencia a Irán, advirtió sobre una posible Tercera Guerra Mundial. John McCain, precandidato republicano de Estados Unidos, afirmó el pasado 29 de enero, en medio de su campaña electoral, que habrá más guerras. Recientemente, en el ambiente de una nueva guerra fría (enero pasado), tanto Estados Unidos como Rusia anunciaron la posibilidad del uso preventivo de un ataque nuclear. Este 4 de febrero, la Casa Blanca le pidió al Congreso que apruebe un presupuesto para el Departamento de Defensa por un monto de 515 miles de millones de dólares, lo cual significaría, tomando en cuenta la inflación, el presupuesto más elevado desde la Segunda Guerra Mundial. Las fuerzas marinas y de aviación rusas están en diferentes océanos, mostrando la seriedad de sus advertencias. En abril de 2008 habrá en Bucarest una reunión de la OTAN para analizar al tema de un posible ataque nuclear preventivo contra Irán.
Como vemos, es creciente el ascenso a los extremos. Las fichas se mueven. Estados Unidos, sin embargo, carece de la economía necesaria para una guerra de escala mundial. Para su realización, dependería de enormes créditos del exterior, e irónicamente de sus propios enemigos. En semejante coyuntura, puede darse la decisión internacional de dejar de prestarle a Estados Unidos, lo que significaría prácticamente la caída libre del dólar. La amenaza misma procura a la vez evitar tal medida. La concreción de la amenaza de una conflagración atómica internacional no se puede descartar, pero una ampliación tal de la guerra conduciría a la autodestrucción, no sólo en términos militares sino también en el plano económico. Lo anterior no hace imposible la guerra pero la hace menos probable, y en todo caso señala de antemano al gran perdedor: Estados Unidos.
En términos de Polanyi (La Gran Transición), a partir de una gran crisis económica y una guerra de alcance mundial en los años cuarenta del siglo pasado nació la conciencia de que la economía ha de enmarcarse en un complejo de otras relaciones sociales, que se basan en principios de solidaridad, democracia, justicia social y sostenibilidad ecológica. Cada crisis es una oportunidad, y uno u otro la explotarán. La cuestión es la siguiente: ¿Será esta confusión un pretexto suficiente para que el capital llegue a las últimas consecuencias y pretenda salvarse? O bien, ¿será este último fracaso de los mercados no reglamentados el catalizador necesario para reivindicar en el mundo entero otra civilización?
La humanidad no solamente se halla ante una crisis sistémica. La crisis sistémica genera tal inseguridad en la escala global, que brinda la oportunidad para buscar la solución, además de que las presiones sociales forzarán en esta dirección. Así sucedió en tiempos de la crisis internacional de los años treinta, cuando la catástrofe se veía por todo lado: en medio del caos se multiplicó la lucha social por un cambio sistémico. Intelectuales como John Maynor Keynes plantearon entonces propuestas a la crisis, que hubieran podido acabar con la racionalidad misma, como la economía de ‘démurrage’. De nuevo se nos presenta ahora una oportunidad histórica para cambiar la propia racionalidad económica existente.
Con la introducción de una tasa de interés mundial cero es posible concebir una tasa de crecimiento cero. Tanto el interés positivo como el negativo representan un precio por el uso de dinero. La real diferencia es que en el primer caso acrecienta el dinero de quienes ya lo poseen, mientras en el segundo se les cobra a los poseedores por su uso. Tener fortuna deviene una condición gravosa y desincentiva la acumulación. La seguridad, en un sistema basado en intereses positivos, se fundamenta en la tenencia de dinero. En cambio, en un sistema de intereses negativos, la seguridad consiste en llegar a ser parte de una red de relaciones sociales. En otras palabras, el acento se pone en las relaciones humanas y no en la posesión de cosas. Fomenta el compartir, la reciprocidad y la circulación de bienestar.
Un generalizado interés negativo tiende a fomentar el consumo duradero. Si tenemos que escoger entre un producto con un valor de 20 que tiene una vida media útil de un año, o un producto que cumpla la misma función con un valor de 40 pero una vida media útil dos veces mayor, en una economía con intereses positivos se escogerá el primer producto, ya que se tiende a invertir el monto restante –de un valor 20– para obtener más dinero. En una economía de ‘demurrage’, que Keynes planteó como opción, se preferirá comprar el producto más duradero. Si la media de los productos se quintuplica, la rotación del capital baja un quinto y el dinero desembolsado para una inversión productiva madura con una quinta velocidad. En términos monetarios, la economía tiende a decrecer, aunque en términos de bienes duraderos trae mayor bienestar. El resultado sería un crecimiento negativo en términos monetarios, con un bienestar mayor. No existe posibilidad de ganancia en la economía de ‘démurrage’. Sería, en otras palabras, el fin del capitalismo.